Si hay dos familias de narcotraficantes que marcaron la guerra que sembró de cadáveres México en los siguientes años fue la lucha cruenta entre el Cartel de Sinaloa y Los Arellano Félix. La batalla y cacería entre los miembros de las dos familias a principios de los noventa supuso la primera gran guerra entre narcos de la historia de México. Hasta ese momento, los capos de la droga se encontraban organizados por un mando único, siempre a cargo de los de Sinaloa.
Pero la detención de los jefes supremos y las disputas internas por el territorio provocó las más sangrientas batallas. Este año Estados Unidos liberará a dos de sus miembros: el primogénito del jefe del poderoso cartel de Sinaloa jamás detenido, El Mayo Zambada, y posible heredero de ese imperio criminal, Vicente Zambada, y uno de los hermanos Arellano Félix, Eduardo.
Los acuerdos de colaboración con la justicia estadounidense, especialmente por la información privilegiada sobre el funcionamiento de los cárteles a la agencia antidrogas (DEA), les ha otorgado el beneficio de no pasar el resto de su vida en prisión. La cadena perpetua, como la que cumple Joaquín El Chapo Guzmán —socio de Vicente y El Mayo en Sinaloa— es la condena habitual para los crímenes de narcotráfico. No obstante, la declaración de Zambada contra El Chapo en la Corte de Nueva York, así como la cooperación estrecha desde su extradición en 2010, lo salvó de una vida entre las rejas y, aunque las autoridades estadounidenses no pueden confirmar la fecha, está o estará libre en este año. Algo similar sucede con Eduardo Arellano, aunque su papel en la organización de Tijuana fue mucho menor, y actuó más como un informante. Su condena se cumple en agosto.
La salida de prisión de estos dos grandes apellidos narcos revive en la memoria colectiva la cruenta batalla de los noventa. Una guerra que sobrepasó los objetivos logísticos, de control de territorios y fronteras, y se convirtió durante más de una década en una cuestión de honor y de traiciones, las reglas duras que regían el crimen en otra época. El artífice principal de esta forma antigua de ajustar cuentas pendientes es, según la periodista Anabel Hernández, autora de El Traidor —sobre la vida de El Vicentillo y sus acuerdos con la DEA— Ismael El Mayo Zambada, padre de Vicente y jefe indiscutible del cartel de Sinaloa. El único capo de su generación —de 73 años— que no ha sido nunca detenido por las autoridades, pese a llevar más de 50 años traficando, y quien orquestó, permitió y ordenó la guerra contra los Arellano Félix.
El gran imperio criminal que controlaban los de Sinaloa, entonces llamado cartel de Juárez, comprendía una serie de pactos de territorios que la guerra contra los Arellano hizo estallar años más tarde. Desde los ochenta, el jefe de jefes era Miguel Ángel Félix Gallardo, que junto con Ernesto Fonseca Carrillo (Don Neto) y Rafael Caro Quintero, estableció negocios con la poderosa organización de Pablo Escobar. Hasta ese momento, existían también acuerdos tácitos con otros cárteles de frontera norte de México para el trasiego de droga. Pero hubo un punto de inflexión en el narco mexicano: el brutal asesinato del agente de la DEA Kiki Camarena en 1985. La agencia puso el foco como nunca antes en estos criminales mexicanos, acusados de uno de los más horrendos crímenes a uno de los suyos, y la cacería acabó con todos ellos: Don Neto fue detenido en 1985; Félix Gallardo fue capturado en 1989 y cumple todavía condena en México, y Caro Quintero, el único al que la agencia lo involucró directamente con el secuestro, tortura y ejecución de Camarena, detenido en 1985 en Costa Rica. En 2013 fue liberado tras un polémico fallo de los tribunales mexicanos y actualmente se encuentra en paradero desconocido. Pero la DEA no olvida: hace un año pidió la recompensa más alta para un criminal, 20 millones de dólares.
Tras la ruptura del sólido aparato criminal mexicano, el aparente control de los sinaloenses se tambaleó. Y las guerras por los puntos clave de tráfico marcaron los años noventa. En los que El Mayo, uno de los socios más antiguos del cartel de Guadalajara, aliado con El Chapo, emprendieron la batalla que revive estos días con la liberación de Vicente y uno de sus eternos rivales, Eduardo Arellano.
Todo comenzó en Tijuana. La pelea de El Mayo, que a principios de esa década vivía en esta ciudad fronteriza con California, por evitar que los Arellano —entonces liderados por los hermanos Benjamín y Ramón, los más sanguinarios— se hicieran con el poder absoluto de la franja de trasiego clave de cocaína, acabó sentenciando a muerte a su hijo mayor, Vicente, alias El Vicentillo. Según los testimonios de su abogado y escritos del propio Vicentillo a la periodista Hernández, los Arellano intentaron asesinarlo por primera vez en 1991, cuando él tenía solo 16 años. Este conflicto se recrudece con las fechorías de un joven Chapo Guzmán —socio de El Mayo— a los Arellano para disputarles la plaza. Y durante principios de los noventa se sucedieron atentados sangrientos nunca vistos hasta la fecha.
Aunque algunos analistas discrepan sobre cómo empezó la batalla con los Arellano, todos coinciden en que la guerra entre los de Sinaloa y los de Tijuana supuso la primera gran batalla del narco. Estas guerras intestinas sembraron de cadáveres el territorio nacional —después fueron Los Beltrán Leyva y Los Zetas—. En Baja California, el Estado de la que es capital Mexicali, se llegó a decir en aquellos años, según los periódicos locales que citaban a fuentes federales, que solo había dos tipos de muertos: los sinaloenses y los arellanos. No había más. Tijuana se colocó en el templo de la muerte en México, con colgados de puentes, descuartizados y en una de las ciudades más peligrosas del mundo.
La batalla entre Los Arellano y los de Sinaloa se agudizó en 1992 con el atentado perpetrado por El Chapo Guzmán y su lugarteniente El Güero Palma —hoy también a la espera de ser liberado a sus 61 años, después de 26 en prisión, a menos de que el Gobierno mexicano le impute nuevos cargos— en Puerto Vallarta contra los hermanos Benjamín y Ramón Arellano. La masacre de la discoteca Christine se saldó con seis muertos y cientos de casquillos de bala.
En mitad del conflicto, los hermanos Arellano Félix infiltraron un sicario en el círculo más cerrado del poder sinaloense. Primero sedujo a la esposa del Güero Palma. Después la mató y envió la cabeza a su marido en una caja metálica refrigerada. Una semana después, el Güero recibió otro macabro mensaje. Una cinta de vídeo que recogía cómo sus dos hijos, Nataly y Héctor, de cuatro y cinco años, eran arrojados por un puente de más de 150 metros de altura en Venezuela.
Pero el momento que marcó la escalada del enfrentamiento fue el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas en el aparcamiento del Aeropuerto de Guadalajara en 1993. El fuego cruzado en el estacionamiento fue entre los Arellano y los hombres de El Chapo Guzmán. El Gobierno mexicano culpó de la muerte del clérigo a El Chapo, hasta ese entonces solo conocido por los crueles ataques contra los de Tijuana, y lo catapultó a la fama mundial. Guzmán fue detenido ese año en Guatemala, aunque en 2001 escapó por primera vez de prisión.
Justo en esos años, a principios de los 2000, inició el declive de los Arellano. En 2002, fue acribillado a balazos uno de los poderosos hermanos, Ramón, en un carnaval en Mazatlán (Sinaloa). Según la periodista Hernández, años antes estos habían ordenado asesinar a la familia de una de las esposas de El Mayo, además de provocar un ataque con coche bomba contra él mismo en Guadalajara (Jalisco). Una semana después fue arrestado Benjamín (condenado en Estados Unidos a 25 años por narcotráfico). El menor, Francisco Javier, conocido como El Tigrillo, quedó como líder del cártel tras la muerte de su hermano Ramón. Sin embargo, fue detenido en 2006 por la guardia costera estadounidense mientras pescaba en un yate a 25 kilómetros de la costa de Baja California y fue condenado a 23 años y medio también en Estados Unidos.
De Eduardo Arellano, alias El Doctor, cuya condena por lavado de dinero de este cartel se cumple en agosto, se presume que heredó una organización criminal al borde de la extinción tras aquella guerra y la persecución policial. Fue su hermana Enedina, su hijo y él, quienes continuaron con el negocio cuando el resto de los hermanos cayeron. Pero, según Hernández, creer que El Mayo ha dado por resuelta aquella batalla, es un error: “El odio de El Mayo hacia los Arellano es infinito. No quiere decir con eso que con la liberación de Eduardo se inicie una guerra, los Arellano prácticamente no existen y no tienen ya la capacidad de hacer frente al poderoso cartel de Sinaloa. Pero para un hombre como Ismael Zambada es una cuestión de honor que haya un ajuste de cuentas”.
Una década después de la guerra entre las familias, otro de los hermanos, Rafael Arellano, que había obtenido la libertad en 2008 —después de su captura en 1993 y extradición a Estados Unidos— fue asesinado a balazos por un sicario vestido de payaso en 2013 en Los Cabos, Baja California Sur. Habían pasado más de 10 años y los Arellano ya eran solo un recuerdo del pasado sangriento del narcotráfico. La salida de otro de los miembros del clan de Tijuana en agosto resucita de nuevo la cruel guerra de familias de los noventa.