NADJA ALICIA MILENA RAMÍREZ MUÑOZ
Los juegos del parque oxidados, los columpios depostillados, el pasto seco, la arena fija y dura porque nadie ha caminado por ahí en varios meses.
Los supermercados vacíos de risas infantiles, de niños pidiendo un dulce, de berrinches en el pasillo de juguetes, de padres consentidores acompañados de niños eufóricos.
Las escuelas solitarias, los pupitres sin grafittis, las canchas sin pelotas, los niños sin contacto.
Las madres invisibles, como siempre, caminando con temor por las calles, al borde del regaño ilógico porque el cubrebocas se deslizó del rostro de un pequeño que camina cauteloso sobre esa banqueta de asfalto que lo trata tan mal, como si el espacio no fuera suyo y no perteneciera a él de igual manera, solo por ser chiquito.
Las madres con el hijo a cuestas en el rebozo, entrando furtivas a la tienda, como contrabandistas o delincuentes; cubriendo al bebé con una cobija para que no lo vean y poder comprar víveres después del trabajo que tienen suerte de conservar todavía.
La gente que observa, pero no ayuda, que expulsa a las madres de todos los espacios posibles “por seguridad”; como si llevar a la cría fuera un crimen, como si la sensación de no ser bienvenidos no afectara a esos niños, que ahora son conscientes de lo inconvenientes que son.
Estoy cansada que las leyes y normas de sanidad no contemplen estrategias válidas para las madres que crían en autonomía, para las madres que sí o sí deben llevar a los niños a comprar víveres; estoy cansada de la nostalgia de mis hijos al ver los jueguitos vacíos; harta de las leyes que legislan para abrir bares, pero no plantean estrategias para abrir espacios para la infancia.
Estoy cansada de que la pandemia de madres invisibles haya alcanzado a nuestros niños y nos haya despojado de los pocos espacios que aún podíamos ocupar.
Agotada de que mis hijos sean segregados “por su bien” de lugares que con mínimas medidas podrían estar funcionando en beneficio de su salud emocional, su esparcimiento y las madres que están gastadas de tanta prohibición y de tanta dificultad para accesar a los productos básicos para la sobrevivencia.
Estoy cansada que me digan inconsciente por decir que no es justo para mis hijos estar encerrados, mientras los adultos disfrutan del privilegio de la inconsciencia solo porque sí, porque pueden, porque ya son “ciudadanos” válidos y generadores de riqueza, miembros activos y útiles para el sistema.
Diré en voz alta que el manejo de la pandemia para las madres y las infancias ha sido un asco, por no decir la palabra que desearía realmente usar.
Diré también que la infancia y las maternidades se merecen más y no la orden que se nos dio de desaparecer y resistir, mientras nos lo ponen cada día más difícil, con esta política niñófoba que cosechará en años futuros, adultos marcados con las huellas pandémicas de la soledad, la discriminación y la invisibilidad con la que se les trató durante meses sin tomar en cuenta todas las otras opciones posibles.
Tomado de Milenio