El suicidio entre jóvenes ha aumentado hasta un 20% en el último año, sin que las autoridades de salud implementen estrategias efectivas de prevención. La escasez de medicamentos para tratar la depresión y la falta de especialistas en módulos de primer contacto agravan una crisis silenciosa, que ya cobra la vida de adolescentes y universitarios.
Juan Daren L., estudiante de Derecho de 19 años, fue uno de ellos. La noche del 30 de abril se arrojó desde un puente, con un pedazo de carne fresca en la mano. Sus amigos lo recuerdan como alguien tranquilo y discreto. Una amiga dijo simplemente que “había encontrado la paz que no tenía”.
En los últimos meses, al menos cuatro intentos de suicidio en ese mismo sitio han sido frustrados, según reportes oficiales. El patrón es evidente: jóvenes desesperados sin respuestas ni acompañamiento oportuno.
Los centros de salud no sólo enfrentan una escasez crítica de medicamentos antidepresivos, sino que sus módulos comunitarios de atención en salud mental —diseñados como primer contacto— operan sin personal calificado o han sido cerrados por falta de presupuesto.
Especialistas en salud mental advierten que incluso los programas oficiales de prevención carecen de estructura y están mal dirigidos. Uno de ellos, de nivel estatal, es operado por una comisión enfocada en adicciones y dirigido por un geriatra, no por un experto en salud mental juvenil.
“Los estresores son muchos y las herramientas para enfrentarlos son muy pocas”, señala el psiquiatra Víctor Manuel Villanueva. Las causas más frecuentes entre jóvenes incluyen abuso, violencia, rupturas familiares, pobreza, bullying y depresión sin diagnóstico.
Los signos de alerta —aislamiento, irritabilidad, cutting, consumo de sustancias, ideas de muerte— son detectables, pero inútiles si no hay dónde atenderlos. En algunos centros de salud, la espera para una consulta psiquiátrica infantil puede alcanzar hasta cuatro meses.
Ni siquiera la niñez está a salvo. El 9 de mayo, una niña de 10 años fue hallada sin vida, colgada de un árbol. Aunque las causas no han sido confirmadas, las estadísticas respaldan la posibilidad: años atrás, se documentaron ocho suicidios infantiles en apenas seis meses, el menor de ellos con 11 años.
Mónica Macías, docente universitaria, ha evitado dos intentos de suicidio en sus aulas. “No somos padres, pero sí podemos detectar las señales. Muchos jóvenes llegan solos, sin red de apoyo, y se hunden. La prevención debe empezar ahí”.
Aunque existen líneas de atención psicológica y centros especializados, la promoción es mínima y el acceso desigual, especialmente en zonas alejadas o con menos recursos.
Frente a una generación que pide ayuda de forma silenciosa, el sistema de salud permanece en pausa. Y el silencio institucional sigue siendo el mayor cómplice.