Acapulco.— Isaías Leonel Nava Rojas es parte del primer saldo trágico de 27 víctimas que causó el huracán Otis en su devastador paso por este puerto y del cual informó el gobierno federal. El pequeño tenía seis años de edad y murió en su casa de la colonia CNC, una de las más pobladas del municipio, al quedar sepultado por un derrumbe de lodo cuando el ciclón pegaba con su máxima intensidad.
Su mamá, Ángela Rojas Sacristán, relata que se encontraba sola en su casa —hecha de madera— e intentó salvarlo, pero sólo logró resguardar a Abraham, su hijo más pequeño. “Quedó atrapado entre lodo y tierra, ya no lo pude salvar”, lamenta la joven entre lágrimas mientras observaba el féretro color blanco que pudieron conseguir, porque las funerarias de la localidad están cerradas.
Como los papás del niño se quedaron sin nada, el velorio se realizó en una casa de la colonia Voz de la Montaña que les prestaron para resguardarse. Ángela relata que su hijo estaba contento porque esta semana iba a participar en un baile típico de la Montaña de Guerrero, en la escuela Otilio Montaño de la colonia Zapata, en la que cursaba el primer año.
“Ya le habíamos comprado su sombrero y traje. Iba a bailar y estaba contento porque ya iba a la primaria, ingresó apenas en agosto”, dice la joven, quien resultó herida en el pómulo izquierdo.
“Adiós, mi nenito chulo”, se despidió Josué Isaías Nava Rodríguez, padre del menor, quien se recriminó no haber estado presente para salvarlo, pues el día del huracán quedó varado en el taxi que trabaja. “Perdóname, papá, te fallé”, soltó en llanto mientras abrazaba el ataúd de su hijo.
Al mediodía, los familiares y amigos que asistieron al velorio lo despidieron cantando: “Descansa, mi amor. Descansa, mi bien. Descansa, campeón. Que todo está bien”, mientras uno de los asistentes tocaba la guitarra en una ceremonia en la que las autoridades los dejaron solos.
Tras cantarle, sacaron el féretro del menor en una camioneta del transporte público, con globos blancos, para sepultarlo en el Panteón Sinaí, enclavado en la parte alta del puerto de Acapulco.
Alma Rosa Rodríguez Reyes, abuela de Isaías Leonel, recuerda que su nieto estaba feliz, muy contento en su casa, en la que jugaban con su hermano Abraham.
“Mi nuera gritaba, estaba encerrada y nadie pudo salir a ayudarla, y mi hijo andaba en el taxi; se quedó por allá atrapado y cuando llegó gritaba: ‘¡mamá, mamá, ayúdenme!’. Yo oí y me levanté como pude, y no podía caminar por ningún lado, porque donde quiera había postes, cables, yo no sé cómo llegué ahí.
“Cuando llegué ya había mucha gente ayudándole a mi hijo, pero el niño no se veía; estaba enterrado. Quedó atravesado, como que se quería salir de la puerta de su cuarto, la mitad de su cuerpo para afuera y la otra mitad para adentro, se le vino la tromba del cerro y ahí quedó”, detalla la abuela.
Al llegar al cementerio ya había otros menores que también fueron víctimas de Otis esperando ser sepultados. Eran Rodolfo Said Reyes Cristino, de cinco años; José Guadalupe Guerrero, de 10 años, y Jesús Antonio Mujica Cristino, quien iba a cumplir dos años.
Los tres fallecieron al ser aplastados mientras dormían.
“Teníamos una casa de madera y la vecina hizo una barda con llantas y tierra, como un muro. Estábamos acostados, se ablandó la tierra y se cayó.
“Los niños quedaron enterrados y yo también; a mí me pudieron sacar, pero a ellos no porque estaban más allá de la cama”, señala la madre de los tres menores, Jesús Natividad Mujica Flores, mientras alistaba la fosa para enterrar a sus hijos.
“Nada de los materiales me importa a mí, me importaban ellos, porque las cosas van y vienen, pero la vida ya no regresa”, lamenta la mujer.
Lucía Fabiel López, abuela de los menores, entre lágrimas, se queda con el recuerdo de que eran sus nietos quienes la recibían cuando llegaba del trabajo a su hogar. Afirma que fueron al Ministerio Público, pero no la apoyaron para el acta de defunción y todos los gastos han sido de la familia.
Son algunas de las víctimas de la tragedia en Acapulco, que hoy entierra a sus muertos, solos, sin apoyo de las autoridades y, en algunos casos, sin ningún registro o papel; Otis lo destruyó todo.
EL UNIVERSAL